domingo, 20 de julio de 2014

PROLOGO AL LIBRO: "LOS PRINCIPIOS DE INTERPRETACIÓN DEL MOTU PROPRIO SUMMORUM PONTIFICUM"



La tesis doctoral en derecho canónico de Fr. Alberto Soria Jiménez, OSB, defendida el 29 de mayo de 2013 en la Universidad de S. Dámaso, acaba de ser publicada por ediciones Cristiandad con el título "Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum". Este estudio canónico-histórico-litúrgico, en torno a la unidad del rito romano como principio de interpretación de la carta apostólica en forma de motu proprio de Benedicto XVI, ocupa 552 páginas, de las que casi 150 corresponden a bibliografía y concluye con un índice onomástico. La obra está dedicada al papa emérito y viene precedida por un prólogo firmado el 25 de julio de 2013 por el Cardenal Antonio Cañizares Llovera, actual prefecto de la Congregación del Culto Divino y de la Disciplina de los Sacramentos, desde 2008.
Dijo la Virgen:
"Mira, hija mía, mi Corazón cercado de espinas que los hombres ingratos me clavan sin cesar con blasfemias e ingratitudes. Tú, al menos procura consolarme; y di que: a todos los que durante cinco meses en el primer sábado, se confiesen, reciban la Sagrada Comunión, recen el Rosario, me hagan quince minutos de compañía, meditando en los quince misterios del Rosario, con el fin de desagraviarme, les prometo asistir en la hora de la muerte con todas las gracias necesarias para su salvación" (Nuestra Señora a Sor Lucía en Pontevedra, el 10 de diciembre de 1925)




PRÓLOGO DEL CARDENAL CAÑIZARES A LA TESIS
DOCTORAL DEL P. ALBERTO SORIA JIMÉNEZ, O.S.B.

"Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum"

Nos hallamos ante un trabajo que aborda científicamente un tema que en los últimos años ha sido objeto de acaloradas controversias. Sin embargo, desde el inicio deben tenerse muy presentes dos rasgos de esta obra: su carácter académico y la pertenencia del autor a una comunidad que es fiel a los grandes principios de la liturgia, pero en la que no se celebra la forma extraordinaria del rito romano. Ello le ha permitido observar la situación “desde fuera”, posibilitando así la gran objetividad reflejada en su investigación. Por otra parte, si bien esta tesis doctoral se ha presentado en una Facultad de Derecho Canónico, el tratamiento de los aspectos históricos y litúrgicos pone de manifiesto la competencia del autor también en esos ámbitos.
Muchos aspectos destacan en este trabajo. En primer lugar, la variedad y amplitud de fuentes y autores consultados, tal y como se evidencia en los más de quinientos del índice onomástico. Esta completa bibliografía, que supera los mil seiscientos títulos, compendia gran número de recientes publicaciones impresas en lenguas diversas y no siempre accesibles, lo que convierte a esta obra en única para el estudio del tema. Dentro de esta bibliografía sobresale un elenco, cuya exhaustividad podemos intuir, de los textos de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI sobre la continuidad litúrgica y temas afines. Otra característica de esta investigación es la exposición objetiva y extensa del status quaestionis, que permite conocer las posturas a favor y en contra de las medidas de Benedicto XVI. En los textos citados, muchos críticos de las mismas dejan entrever una concepción acerca del concilio y de la reforma litúrgica que manifiesta claramente que la difusión generalizada de la “hermenéutica de la ruptura”, como modo de comprender estos eventos, lejos de ser una fantasmagoría, es una realidad bien concreta.
En segundo lugar, este trabajo nos brinda un análisis detenido y profundo de la terminología de Summorum Pontificum, destacando el tratamiento de términos como “rito”, con distinciones que iluminan acerca de la controvertida expresión “dos formas del mismo rito” y que solucionan de manera convincente lo que parecía contradictorio, confuso y criticable a muchos, de uno y otro lado. Son dignas de mención asimismo las precisiones en torno a numquam abrogatam, sobre la prohibición del misal anterior.
Apoyado en la rica bibliografía, en el vocabulario y en los conceptos fundamentales, el autor analiza meticulosa y detalladamente los documentos pertinentes, realizando así una exégesis sólidamente fundada.
Si, por otra parte, tenemos en cuenta los medios de los que se valen los canonistas para la interpretación de la ley, este trabajo constituye sin duda un precioso material. En efecto: el medio primario de interpretación es la atención al significado propio de las palabras, considerado en el texto y en el contexto. Pero esta significación comporta no solo ni principalmente su sentido común, sino su sentido usual jurídico y debe entenderse en consonancia con las definiciones del código y de la doctrina. El sentido literal debe contextualizarse, para no hacer violencia a la materia tratada en virtud de una excesiva literalidad. Como la aplicación de todo esto no siempre es fácil, en caso de duda u oscuridad el código prescribe recurrir no solo a los lugares paralelos sobre la misma materia, sino también al fin y a las circunstancias de la ley: entre otras, la ocasión en que ésta se promulga, el tiempo y lugar y especialmente su proceso de elaboración.
Todo esto contribuye a determinar la mens legislatoris, elemento clave, en última instancia, de la interpretación de la ley.
La amplia documentación presentada en este trabajo permite hallar esos diversos elementos de interpretación de la ley aplicados al motu proprio, lo que lo convierte en un valioso auxiliar para determinar la mens legislatoris del documento y en útil vademécum en el momento de tomar decisiones para su recta aplicación.
Por todo lo dicho, este estudio constituye tanto una referencia para el estudio como una guía para la aplicación práctica de Summorum Pontificum y de la instrucción Universae Ecclesiae.
Sin embargo, no se trata de una obra meramente técnica, interesante solamente para los especialistas. Por ello quisiera detenerme en algunos aspectos que conciernen a un público mucho más amplio y cuya lectura puede invitar a una enriquecedora reflexión.
La concepción, claramente presente tanto en el motu proprio como en los documentos a él vinculados, de que la liturgia heredada constituye una riqueza a conservar, se comprende en el espíritu del movimiento litúrgico en la línea de Romano Guardini, al que Benedicto XVI tanto debía en su relación personal con la liturgia desde su juventud. La detallada y documentada historia del proceso, desde su comienzo en los 70 hasta hoy, que el autor de este trabajo nos brinda, muestra cómo esta legislación no fue fruto momentáneo de una presión ni un reflejo de un parecer personal y aislado del papa, sino que otras personas deseaban desde hacía tiempo una solución semejante. Estos criterios del joven sacerdote Joseph Ratzinger se afianzaron y afinaron con el correr de los años y fueron asumidos por Juan Pablo II, que habría considerado la posibilidad de proveer una legislación oportuna.
El clima entre los cardenales designados para reflexionar sobre el tema era favorable. La comisión cardenalicia instituida por Juan Pablo II, en la que es innegable la influencia del cardenal Ratzinger, habría propuesto “eliminar la impresión de que todo misal sea el producto temporal de cada época histórica” y habría afirmado que “las normas litúrgicas, no siendo [3] verdadera y propiamente «leyes», no pueden ser abrogadas sino subrogadas: las precedentes en las sucesivas”. Es muy importante la demostración, presente en esta investigación, de que la actitud de Benedicto XVI no constituye tanto una novedad o cambio de rumbo de gobierno, cuanto una concreción de lo que ya Juan Pablo II había emprendido con iniciativas tales como la consulta a la comisión cardenalicia, el motu proprio Ecclesia Dei y la creación de la Pontificia Comisión del mismo nombre, la misa del cardenal Castrillón Hoyos en Santa María la Mayor en 2003 o las palabras del papa a la congregación del culto divino en ese mismo año.
La historia del proceso hace ver que, desde el inicio, el deseo de conservar la forma tradicional de la misa no era exclusivo de integristas, sino que gente del mundo de la cultura o escritores como Agatha Christie o Jorge Luis Borges firmaron una carta solicitando su preservación y S.
Josemaría Escrivá hizo uso de un indulto personal otorgado espontáneamente por el mismo Mons. Bugnini. Se advierte también la preocupación de Benedicto XVI por poner de relieve que la Iglesia no desecha su pasado: al declarar que el misal de 1962 “no ha sido jamás jurídicamente abrogado”, ha puesto de manifiesto la coherencia que desea mantener la Iglesia. En efecto, ella no puede permitirse prescindir, olvidar ni renunciar a los tesoros y a la rica herencia de la tradición del rito romano, pues sería una traición y una negación de sí misma, porque no se puede abandonar la herencia histórica de la liturgia de la Iglesia, ni querer establecer todo ex novo sin amputar partes fundamentales de la misma Iglesia.
Otro aspecto importante surge de la lectura del relato histórico de esta obra: los avances que ha habido a lo largo de estos años en la sensibilidad pastoral con respecto a estos fieles, la mayor atención a su persona y a su bien espiritual. En efecto, la legislación en un principio fue muy limitada, tenía solo en cuenta al mundo clerical y prácticamente ignoraba a los laicos, dado que la principal preocupación era disciplinar: controlar la potencial desobediencia a la legislación que se acababa de promulgar. Con el tiempo, la situación ha ido tomando un mayor perfil pastoral, para ir al encuentro de las necesidades de estos fieles, lo que se termina reflejando en
un fuerte cambio de tono en la terminología usada: es así que ya no se habla más del “problema” de los sacerdotes y fieles que seguían vinculados al llamado rito tridentino, sino de la “riqueza” que su conservación representa.
Se ha creado de este modo una situación análoga a la que había sido normal por tantos siglos, porque debemos recordar que san Pío V no impidió el uso de las tradiciones litúrgicas que tuvieran al menos doscientos años de antigüedad. Muchas órdenes religiosas y diócesis conservaron así su rito propio; como arzobispo de Toledo, he podido vivir esta realidad con el rito mozárabe. El motu proprio ha modificado la situación reciente, haciendo comprender que la celebración de la forma extraordinaria debería ser normal, eliminando todo condicionamiento por razón del número de fieles interesados y no poniendo otras condiciones,
para participar en dicha celebración, que las normalmente requeridas para cualquier celebración pública de la misa, lo que ha permitido un amplio acceso a esta herencia que, si bien de derecho era un patrimonio espiritual de todos los fieles, es, de hecho, ignorada por una gran parte. En efecto, las restricciones actuales a la celebración en la forma extraordinaria no son distintas que las que hay para cualquier otra celebración, en el rito que sea.
Los que quieren ver, en la distinción que hace el motu proprio entre cum y sine populo, una restricción a la forma extraordinaria, olvidan que tampoco con el misal promulgado por Pablo VI cabe celebrar cum populo sin autorización y acuerdo del párroco o rector de iglesia.
Por otra parte, la posibilidad, contemplada expresamente en el motu proprio, de que en la celebración sine populo se admita sin obstáculos la presencia espontánea de fieles (expresión que ha provocado más de una ironía por parte de los críticos del documento) no ha hecho sino acabar con la extraña circunstancia de que, aunque celebrada por un sacerdote en situación canónica completamente regular, esta misa quedaba cerrada a la participación de los fieles solo en razón de la forma ritual usada, forma que por otra parte estaba plenamente reconocida por la Iglesia. Se ha evitado también reeditar la situación de los 70, en la que sacerdotes que no podían adoptar el nuevo misal por motivos de salud, edad, etc., se veían condenados a no poder celebrar nunca más la eucaristía con una comunidad, por muy reducida que fuera, lo que sería visto, según la sensibilidad actual, como discriminatorio. Por otra parte, restringir deliberadamente la misa cum populo, limitando en la práctica la celebración de la forma extraordinaria a la misa sine populo, contradiría las palabras e intenciones de la constitución conciliar: “Siempre que los ritos… admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada” (Sacrosanctum Concilium 27).
Es indudable que, a mediados del siglo XX, una profundización y una renovación de la vida litúrgica eran necesarias. Pero, con frecuencia, esta no ha sido una operación perfectamente lograda. Ha habido una “reforma”, un cambio en las formas, pero no una verdadera renovación tal como propone la Sacrosanctum Concilium. A veces el cambio se ha realizado con un espíritu superficial, el criterio parece haber sido alejarse a toda costa de un pasado que era percibido como totalmente negativo y superado, como un cambio absoluto, como si se debiese crear un abismo entre el pre y el post concilio, en un contexto en el cual el término “preconciliar” era usado como insulto, pero el verdadero espíritu del documento conciliar no es el de encarar la reforma como una ruptura con la tradición sino, por el contrario,
como una confirmación de la Tradición en su sentido profundo.
Prueba de esto son las palabras del gran liturgista Josef Jungmann, uno de los inspiradores de la reforma litúrgica, al comentar el artículo 23 de la constitución conciliar: “La reforma de la liturgia no puede ser una revolución. Ella debe intentar tomar el verdadero sentido y la estructura fundamental de los ritos transmitidos por la tradición y valorizando prudentemente lo que está ya presente, los debe desarrollar ulteriormente de manera orgánica, yendo al encuentro de las exigencias pastorales de una liturgia vital”. Estas luminosas palabras señalan los ideales que “deben servir de criterio para toda reforma litúrgica” y de los que Jungmann dijo:
“Son los mismos que han sido seguidos por todos aquellos que con perspicacia han pedido la renovación litúrgica”. Algunos de estos principios son universales, como dice la misma constitución conciliar:
“Entre estos principios y normas hay algunos que pueden y deben aplicarse lo mismo al rito romano que a los demás ritos” (Sacrosanctum Concilium 3); en coherencia con esto, también la celebración en la forma extraordinaria del rito romano debería ser iluminada por la constitución
conciliar en sus diez primeros números, donde se exponen los principios universales de la liturgia.
Es así como el concilio afirma que el Señor no solo envió a los apóstoles “a predicar el Evangelio a toda criatura y a anunciar que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte y nos condujo al reino del Padre, sino también los envió a realizar la obra de salvación que proclamaban, mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica” (Sacrosanctum Concilium 6).
Allí se enseña también que el fin de la celebración litúrgica es la gloria de Dios y así se produce la salvación y santificación de los hombres, pues en la liturgia “Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados” (Sacrosanctum Concilium 7); y no olvidemos, por lo demás, que son los santos, santificados por Él, los verdaderos adoradores de Dios, los profundos reformadores del mundo, testigos del mundo futuro que no perece.
Como recordaba el entonces cardenal Joseph Ratzinger, “mirado retrospectivamente, el hecho de que la constitución litúrgica se colocase al comienzo del Vaticano II, tiene el sentido preciso de que en el principio «está la adoración». Y por lo tanto, Dios. Este principio corresponde a las palabras de la regla benedictina: Operi Dei nihil praeponatur. La Iglesia,
por naturaleza, deriva de su misión de glorificar a Dios y, por ella, está irrevocablemente ligada a la liturgia, cuya sustancia es la reverencia y la adoración a Dios, el Dios que está presente y actúa en la Iglesia y por ella.
Una cierta crisis, que ha podido afectar de manera importante a la liturgia y a la misma Iglesia desde los años posteriores al concilio hasta hoy, se debe al hecho de que frecuentemente en el centro no está Dios y la adoración de Él, sino los hombres y su capacidad «hacedora». En la historia del posconcilio ciertamente la constitución sobre la liturgia no fue entendida a partir de este primado fundamental de Dios y de la adoración, sino como un libro de recetas sobre lo que podemos hacer con la liturgia. Sin embargo, cuanto más la hacemos nosotros y para nosotros mismos, tanto menos atrayente es, ya que todos advierten claramente que lo esencial se ha perdido”. Cuando sucede lo que el cardenal Ratzinger describía, es decir, cuando se pretende que la liturgia la hagamos nosotros y esto se impone, entonces, los fieles y las comunidades se secan, se debilitan y languidecen.
Por eso es absolutamente infundado decir que las prescripciones de Summorum Pontificum serían un “atentado” contra el concilio; una afirmación tal manifiesta un gran desconocimiento del concilio mismo, pues el hecho de brindar a todos los fieles la ocasión de conocer y apreciar
los múltiples tesoros de la liturgia de la Iglesia es precisamente lo que deseó ardientemente esta magna asamblea al decir: “El sacrosanto concilio, ateniéndose fielmente a la Tradición, declara que la Santa Madre Iglesia atribuye igual derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos y quiere que en el futuro se conserven y fomenten por todos los medios” (Sacrosanctum Concilium 4).
Del mismo modo, observamos que cuando se denuncian actitudes o posiciones de “rechazo al concilio” esto es siempre en un único sentido, es decir, en el de quienes no aceptan el estado actual de la liturgia, aun cuando en muchos casos las actitudes y usos que provocan ese rechazo no provengan del concilio en sí mismo ni sean una aplicación de sus principios, sino que, por el contrario, con frecuencia se trata de actitudes y usos que en realidad lo traicionan, por ser diametralmente opuestos a lo que la asamblea conciliar expresó. Mientras que nadie habla, o si lo hace lo hace con un juicio mucho menos riguroso, de la desobediencia y “rechazo”, por desgracia tan frecuentes, a los grandes principios claramente expuestos por el concilio. Por eso el entonces cardenal Ratzinger ha llegado a decir:
“El mayor obstáculo para una aceptación pacífica de la estructura litúrgica renovada está en la impresión de que la liturgia se ha dejado abandonada a la inventiva de cada uno”. Y decía en otra ocasión, hablando de la liberalización de la celebración de la antigua liturgia, que “no se trata de un ataque contra el concilio, sino de comunidad, por muy reducida que fuera, lo que sería visto, según la sensibilidad actual, como discriminatorio. Por otra parte, restringir deliberadamente la misa cum populo, limitando en la práctica la celebración de la forma extraordinaria a la misa sine populo, contradiría las palabras e intenciones de la constitución conciliar: “Siempre que los ritos… admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada” (Sacrosanctum Concilium 27).
Es indudable que, a mediados del siglo XX, una profundización y una renovación de la vida litúrgica eran necesarias. Pero, con frecuencia, esta no ha sido una operación perfectamente lograda. Ha habido una “reforma”, un cambio en las formas, pero no una verdadera renovación tal como propone la Sacrosanctum Concilium. A veces el cambio se ha realizado con un espíritu superficial, el criterio parece haber sido alejarse a toda costa de un pasado que era percibido como totalmente negativo y superado, como un cambio absoluto, como si se debiese crear un abismo entre el pre y el post concilio, en un contexto en el cual el término “preconciliar” era usado como insulto, pero el verdadero espíritu del documento conciliar no es el de encarar la reforma como una ruptura con la tradición sino, por el contrario, como una confirmación de la Tradición en su sentido profundo.
Prueba de esto son las palabras del gran liturgista Josef Jungmann, uno de los inspiradores de la reforma litúrgica, al comentar el artículo 23 de la constitución conciliar: “La reforma de la liturgia no puede ser una revolución. Ella debe intentar tomar el verdadero sentido y la estructura fundamental de los ritos transmitidos por la tradición y valorizando prudentemente lo que está ya presente, los debe desarrollar ulteriormente de manera orgánica, yendo al encuentro de las exigencias pastorales de una liturgia vital”. Estas luminosas palabras señalan los ideales que “deben servir de criterio para toda reforma litúrgica” y de los que Jungmann dijo:
“Son los mismos que han sido seguidos por todos aquellos que con perspicacia han pedido la renovación litúrgica”. Algunos de estos principios son universales, como dice la misma constitución conciliar:
“Entre estos principios y normas hay algunos que pueden y deben aplicarse lo mismo al rito romano que a los demás ritos” (Sacrosanctum Concilium 3); en coherencia con esto, también la celebración en la forma extraordinaria del rito romano debería ser iluminada por la constitución
conciliar en sus diez primeros números, donde se exponen los principios universales de la liturgia.
Es así como el concilio afirma que el Señor no solo envió a los apóstoles “a predicar el Evangelio a toda criatura y a anunciar que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte y nos condujo al reino del Padre, sino también los envió a realizar la obra de salvación que proclamaban, mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica” (Sacrosanctum Concilium 6).
Allí se enseña también que el fin de la celebración litúrgica es la gloria de Dios y así se produce la salvación y santificación de los hombres, pues en la liturgia “Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados” (Sacrosanctum Concilium 7); y no olvidemos, por lo demás, que son los santos, santificados por Él, los verdaderos adoradores de Dios, los profundos reformadores del mundo, testigos del mundo futuro que no perece.
Como recordaba el entonces cardenal Joseph Ratzinger, “mirado retrospectivamente, el hecho de que la constitución litúrgica se colocase al comienzo del Vaticano II, tiene el sentido preciso de que en el principio «está la adoración». Y por lo tanto, Dios. Este principio corresponde a las palabras de la regla benedictina: Operi Dei nihil praeponatur. La Iglesia, por naturaleza, deriva de su misión de glorificar a Dios y, por ella, está irrevocablemente ligada a la liturgia, cuya sustancia es la reverencia y la adoración a Dios, el Dios que está presente y actúa en la Iglesia y por ella.
Una cierta crisis, que ha podido afectar de manera importante a la liturgia y a la misma Iglesia desde los años posteriores al concilio hasta hoy, se debe  [6] al hecho de que frecuentemente en el centro no está Dios y la adoración de Él, sino los hombres y su capacidad «hacedora». En la historia del posconcilio ciertamente la constitución sobre la liturgia no fue entendida a partir de este primado fundamental de Dios y de la adoración, sino como un libro de recetas sobre lo que podemos hacer con la liturgia. Sin embargo, cuanto más la hacemos nosotros y para nosotros mismos, tanto menos atrayente es, ya que todos advierten claramente que lo esencial se ha perdido”. Cuando sucede lo que el cardenal Ratzinger describía, es decir, cuando se pretende que la liturgia la hagamos nosotros y esto se impone, entonces, los fieles y las comunidades se secan, se debilitan y languidecen.
Por eso es absolutamente infundado decir que las prescripciones de Summorum Pontificum serían un “atentado” contra el concilio; una afirmación tal manifiesta un gran desconocimiento del concilio mismo, pues el hecho de brindar a todos los fieles la ocasión de conocer y apreciar
los múltiples tesoros de la liturgia de la Iglesia es precisamente lo que deseó ardientemente esta magna asamblea al decir: “El sacrosanto concilio, ateniéndose fielmente a la Tradición, declara que la Santa Madre Iglesia atribuye igual derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos y quiere que en el futuro se conserven y fomenten por todos los medios” (Sacrosanctum Concilium 4).
Del mismo modo, observamos que cuando se denuncian actitudes o posiciones de “rechazo al concilio” esto es siempre en un único sentido, es decir, en el de quienes no aceptan el estado actual de la liturgia, aun cuando en muchos casos las actitudes y usos que provocan ese rechazo no provengan del concilio en sí mismo ni sean una aplicación de sus principios, sino que, por el contrario, con frecuencia se trata de actitudes y usos que en realidad lo traicionan, por ser diametralmente opuestos a lo que la asamblea conciliar expresó. Mientras que nadie habla, o si lo hace lo hace con un juicio mucho menos riguroso, de la desobediencia y “rechazo”, por desgracia tan frecuentes, a los grandes principios claramente expuestos por el concilio. Por eso el entonces cardenal Ratzinger ha llegado a decir:
“El mayor obstáculo para una aceptación pacífica de la estructura litúrgica renovada está en la impresión de que la liturgia se ha dejado abandonada a la inventiva de cada uno”. Y decía en otra ocasión, hablando de la liberalización de la celebración de la antigua liturgia, que “no se trata de un ataque contra el concilio, sino de una realización de este (me atrevería a decir) incluso más fiel que lo que actualmente se presenta como realización del concilio”.
Otro aspecto sobre el que llama la atención el trabajo que presentamos, y que es urgente no perder de vista, es la repercusión negativa que pueden tener estas discusiones intraeclesiales en el ámbito del ecumenismo. Con frecuencia, en medio de la polémica, no se advierte que las críticas al rito recibido de la tradición romana alcanzan también a las demás tradiciones, en primer lugar a la ortodoxa: ¡casi todos aquellos aspectos litúrgicos que fuertemente atacan quienes se han opuesto a la conservación del misal antiguo son precisamente aspectos que teníamos en común con la tradición oriental! Un signo que confirma esto, por contraste, son las expresiones entusiastamente positivas que han llegado del mundo ortodoxo al publicarse el motu proprio. Este documento se convierte así en un punto clave para la “credibilidad” del ecumenismo, pues, según expresión del presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, el cardenal Kurt Koch, “promueve, de hecho, si se puede decir así, un «ecumenismo intra-católico»”. Podríamos decir, en consecuencia, que la premisa ut unum sint presupone el ut unum maneant de modo que, como escribe dicho cardenal, “si el ecumenismo intra-católico fracasara, la controversia católica sobre la liturgia se extendería también al ecumenismo”.
Benedicto XVI manifestó con su legislación su amor paterno y comprensión hacia aquellos que están especialmente vinculados con la tradición litúrgica romana y que corrían el peligro de convertirse, de modo permanente, en marginados eclesiales; es así como, hablando de esto, recordó con claridad que “nadie está de más en la Iglesia”, dando muestras de una sensibilidad que anticipaba la preocupación del actual papa Francisco por las “periferias existenciales”. Todo esto constituye sin duda un signo fuerte para los hermanos separados.
Pero el motu proprio ha producido además un fenómeno que es para muchos sorprendente y que constituye un verdadero “signo de los tiempos”: el interés que la forma extraordinaria del rito romano suscita, especialmente entre jóvenes que nunca la vivieron como forma ordinaria y
que manifiesta una sed de “lenguajes”, que no son ya los de “más de lo mismo” y que nos llaman desde fronteras nuevas y, para muchos pastores, imprevistas. El abrir la riqueza litúrgica de la Iglesia a todos los fieles ha hecho posible el descubrimiento de los tesoros de este patrimonio a quienes aún los ignoraban, con lo que esta forma litúrgica está suscitando más que nunca numerosas vocaciones sacerdotales y religiosas a lo largo del mundo, dispuestas a entregar sus vidas al servicio de la evangelización. Esto se ha visto reflejado de un modo concreto en la peregrinación a Roma del pasado noviembre, en agradecimiento por los cinco años del motu proprio, que aunó a peregrinos de todas partes del mundo bajo el sugestivo lema Una cum Papa nostro y que ha sido, por su gran despliegue, por su numerosa concurrencia y, sobre todo, por el espíritu que animaba a los participantes, una confirmación palpable de lo acertada que ha sido esta legislación, fruto de tantos decenios de maduración.
La impresión más fuerte que queda después de la lectura de este trabajo, es que la estructura jurídica fundada por el motu proprio no está limitada a ser la respuesta a una problemática acotada en el tiempo, sino que se apoya en principios teológicos y litúrgicos permanentes, creando así una situación jurídica sólida y bien definida que independiza al tema tanto de corrientes de opinión como de decisiones arbitrarias. De este modo, mientras que, para unos y otros, durante años el problema y la discusión han girado en torno a un juicio sobre una cuestión que, en última instancia, pertenece a la disciplina histórica, Benedicto XVI, por encima de la discusión “teórica”, ha intentado resaltar la necesidad de llegar a una coherencia teológica y, sobre todo, de obtener un importante fruto pastoral. Esperamos que este libro pueda ayudar a un mayor conocimiento y a aportar asimismo elementos para una recta aplicación del sabio legado de Benedicto XVI en orden a la reconciliación litúrgica en el seno de la Iglesia. Y puesto que consideramos que esta reconciliación litúrgica es una urgente necesidad que precede a la evangelización y al ecumenismo, me gustaría extenderme más sobre este aspecto, ahondando en sus implicaciones.
Como decía Benedicto XVI en su carta a los obispos de la Iglesia católica, de 10 de marzo de 2009: “La prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del sucesor de Pedro en este tiempo es conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios que habla en la Biblia. De esto se deriva, como consecuencia lógica, que debemos tener muy presente la unidad de los creyentes. En efecto, su discordia, su contraposición interna, pone en duda la credibilidad de su hablar de Dios”.
Estas palabras recuerdan, como este mismo papa repitió en diversas ocasiones, que “el desafío de la nueva evangelización interpela a la Iglesia universal y nos pide también proseguir con empeño la búsqueda de la unidad plena entre los cristianos”. Por eso asumió “como compromiso prioritario trabajar sin ahorrar energías en la reconstitución de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo”.
De este camino, que estamos llamados a recorrer, forman parte también las reconciliaciones pequeñas y medianas, como también recordaba Benedicto XVI en la mencionada carta a los obispos de la Iglesia católica, en el que la liturgia se ve interpelada directamente, pues, como afirmaba siendo aún el cardenal Joseph Ratzinger: “detrás de las diversas maneras de concebir la liturgia hay, como de costumbre, maneras diversas de entender la Iglesia y, por consiguiente, a Dios y las relaciones del hombre con Él. El tema de la liturgia no es en modo alguno marginal: ha sido el concilio quien nos ha recordado que tocamos aquí el corazón de la fe cristiana”. Y más recientemente insistió, en un discurso a obispos de Brasil, en que “el centro y la fuente permanente del ministerio petrino están en la eucaristía, corazón de la vida cristiana, fuente y culmen de la misión evangelizadora de la Iglesia. Así podéis comprender la preocupación del sucesor de Pedro por todo lo que pueda ofuscar el punto más original de la fe católica: hoy Jesucristo sigue vivo y realmente presente en la hostia y el cáliz consagrados”.
En este marco, brevemente esbozado, se sitúan Summorum Pontificum y Quaerit semper. Como explica Benedicto XVI, refiriéndose al primero de los documentos citados, la puesta al día de las disposiciones dadas en 1988 sobre el uso del misal romano de 1962 busca “llegar a una reconciliación en el seno de la Iglesia”, reconciliación que supone, como punto de partida, admitir la posibilidad de acciones litúrgicas diversas, en tanto que respondan al mandato bíblico y expresen la misma fe en fidelidad con la tradición viva de la iglesia. Pues, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica 1153, las formas ortodoxas de un rito no son otra cosa que realidades vivientes, nacidas del diálogo de amor entre la Iglesia y su Señor. Son expresiones de la vida de la Iglesia, en las que se condensa la fe, la oración y la vida misma de las generaciones y en las que se ha encarnado también, con una forma concreta y en un mismo momento, la acción de Dios y la respuesta del hombre.
Si se parte de esta premisa, resulta comprensible que el concilio no haya proscrito o abolido los textos litúrgicos anteriores a la reforma que, como sucede con los actuales, hacen posible la liturgia, es decir, “una vida común entre Dios y los hombres por la que los hombres llegan a ser una sola cosa entre sí, porque han alcanzado la unión con Dios en Cristo”, en expresión de Louis Bouyer. En realidad, una liturgia ortodoxa, es decir, aquella que es expresión de la fe verdadera, no es nunca una simple colección de ceremonias diversas hechas sobre la base de criterios pragmáticos, de las que se puede disponer de modo arbitrario.
Esta visión conciliar de la liturgia implica una perspectiva de caridad que supera prejuicios, que no ve una forma como superior a la otra, como respuesta a su supuesta crisis pre o posconciliar. “Todo esto significa que para la reforma de la liturgia se requiere una gran capacidad de tolerancia dentro de la Iglesia, tolerancia que en este terreno es el escueto equivalente de la caridad cristiana. El hecho de que a menudo falte no poca de esa  tolerancia es sin duda la crisis de la renovación litúrgica entre nosotros. (...)
Porque el culto divino más auténtico de la cristiandad es la caridad” (Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios). Requiere ser conscientes de que “la riqueza insondable del Misterio de Cristo es tal que ninguna tradición litúrgica puede agotar su expresión” (Catecismo de la Iglesia Católica 1201) y así se entiende que “las dos formas del uso del rito romano pueden enriquecerse mutuamente”, como sugiere la carta a los obispos que acompaña al motu proprio Summorum Pontificum.
Naturalmente, la necesaria fidelidad al concilio, que ha presentado los principios y normas básicas que todos los textos deben respetar, se manifiesta cuando se viven los criterios esenciales de la constitución Sacrosanctum Concilium durante la celebración litúrgica, ya sea cuando se usan los textos anteriores a la reforma o aquellos renovados, como decíamos más arriba. A ese respecto decía el entonces cardenal Ratzinger, con ocasión del décimo aniversario del motu proprio Ecclesia Dei: “Por esto es importante atenerse a los criterios esenciales de la constitución sobre la sagrada liturgia incluso durante la celebración de la liturgia según los textos antiguos. En el momento en que esta liturgia toca profundamente a los fieles por su belleza, entonces la amarán y dejarán de estar en oposición inconciliable con la nueva liturgia. A condición de que los criterios se apliquen tal y como quiso el concilio”. Los textos conciliares, leídos de manera apropiada, son cualificados y normativos del magisterio dentro de la tradición de la Iglesia, como expresa el motu proprio Porta fidei [5].
De hecho, como recuerda el papa en la carta a los obispos que acompaña al motu proprio, “para vivir la plena comunión tampoco los sacerdotes de las comunidades que siguen el uso antiguo pueden, en principio, excluir la celebración según los libros nuevos. En efecto, no sería coherente con el reconocimiento del valor y de la santidad del nuevo rito la exclusión total del mismo”.
Es evidente que continuarán existiendo acentos espirituales y teológicos diferentes, pero no serán vistos como dos maneras opuestas de ser cristiano; más bien serán el patrimonio de una sola y única fe. La diversidad litúrgica que aportan los dos usos del mismo rito romano es fuente de enriquecimiento, porque se expresa en la fidelidad a la fe común, a los sacramentos que la Iglesia ha recibido de Cristo y a la comunión jerárquica.
En realidad, si de ambas formas de celebración emerge claramente la unidad de la fe y la unicidad del Misterio, esto no puede ser sino motivo de alegría profunda y de agradecimiento. Por eso cuanto mejor se viva la liturgia, cada uno en la forma propia, con una apertura de corazón que supera exclusiones y prejuicios, entonces será posible vivir aquella “unidad en la fe, libertad en los ritos, caridad en todo”.
Así pues, la realización “práctica” de esta reconciliación en el seno de la Iglesia es necesaria para proseguir de un modo creíble en el camino evangelizador y ecuménico. De ahí su capital importancia. Nuestra discordia, nuestra contraposición interna, como decíamos más arriba, citando a Benedicto XVI, pone en duda la credibilidad de nuestro hablar de Dios. Por eso hemos de hacer todo lo posible para conservar y conquistar la reconciliación y la unidad. Como afirmaba Juan Pablo II, “ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana. Pero la condición es que se rehaga la trabazón cristiana de las mismas comunidades eclesiales que viven en estos países o naciones” (Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici 34).
En mi opinión, el Santo Padre presenta dos caminos complementarios que confluyen en un único objetivo común: que todos aquellos que tienen verdaderamente el deseo de la unidad puedan permanecer en ella o reencontrarla de nuevo.
Un primer itinerario está encaminado a conservar, garantizando y asegurando a todos los fieles que lo pidan, el uso del tesoro precioso que es la liturgia romana en el usus antiquior. En estas celebraciones será necesario, como decíamos antes, tener en cuenta también los criterios esenciales de la constitución Sacrosanctum Concilium, tal y como el concilio los ha querido, es decir sin rupturas artificiosas, como recomienda la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis 3.
Un papel fundamental, en este primer camino hacia la reconciliación, lo juega la adecuada y verdadera puesta en práctica de la instrucción Universae Ecclesiae, aprobada por el Romano Pontífice el 8 de abril de 2011.
Por otra parte, existe un segundo itinerario que conduce a la tan anhelada reconciliación: es el de todos aquellos que usan el misal publicado por Pablo VI y reeditado en ediciones sucesivas, que “obviamente es y permanece la forma normal (la «forma ordinaria») de la liturgia eucarística”, como se dice en la carta a los obispos que acompaña al motu proprio Summorum Pontificum. En este anhelado deseo de una reconciliación en el seno de la Iglesia, este segundo camino juega un papel preponderante, pues es el que recorren la mayoría de los fieles.
Como advierte el Santo Padre en esa misma carta: “La garantía más segura para que el misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea amado por ellas consiste en celebrar con gran reverencia de acuerdo con las prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y
la profundidad teológica de este misal”.
No se puede ocultar que, durante el período de renovación litúrgica y por desgracia también ahora, ha habido dificultades y abusos, como recuerda Benedicto XVI en la mencionada carta: “En muchos lugares no se celebraba de una manera fiel a las prescripciones del nuevo misal, sino que este llegó a entenderse como una autorización e incluso como una obligación a la creatividad, la cual llevó a menudo a deformaciones de la liturgia al límite de lo soportable. Hablo por experiencia porque he vivido también yo aquel periodo con todas sus expectativas y confusiones. Y he visto hasta qué punto han sido profundamente heridas por las deformaciones arbitrarias de la liturgia personas que estaban totalmente radicadas en la fe de la Iglesia”.
En esta misma línea se había definido, años antes, Juan Pablo II: “quiero pedir perdón (en mi nombre y en el de todos vosotros, venerados y queridos hermanos en el episcopado) por todo lo que, por el motivo que sea y por cualquiera debilidad humana, impaciencia, negligencia, en virtud también de la aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de las normas del Concilio Vaticano II, pueda haber causado escándalo y malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la veneración debida a este gran sacramento. Y pido al Señor Jesús para que en el futuro se evite, en nuestro modo de tratar este sagrado Misterio, lo que puede, de alguna manera, debilitar o desorientar el sentido de reverencia y amor en nuestros fieles” (carta Dominicae Cenae 12). En este contexto cobran mayor fuerza las palabras de Benedicto XVI en la carta a los obispos: “en la celebración de la misa según el misal de Pablo VI se podrá manifestar, en un modo más intenso de cuanto se ha hecho a menudo hasta ahora, aquella sacralidad que atrae a muchos hacia el uso antiguo”.
Medio privilegiado para secundar este deseo del Santo Padre será que sacerdotes y fieles descubran las riquezas de la Ordenación General del Misal Romano y de la Ordenación de las Lecturas de la Misa, “textos que contienen riquezas que custodian y expresan la fe, así como el camino del pueblo de Dios a lo largo de dos milenios de historia” (Sacramentum caritatis 40).
A su vez, no se puede dar por descontado que se conoce y aprecia toda la riqueza litúrgica y pastoral que encierran. Desde esta perspectiva, sigue siendo más necesario que nunca incrementar la vida litúrgica, a través de una adecuada formación de los ministros y de todos los fieles. “Es por tanto muy conveniente y necesario que continúe poniéndose en práctica una
nueva e intensa educación para descubrir todas las riquezas encerradas en la nueva liturgia”, afirma Juan Pablo II en la carta Dominicae Cenae 9. La liturgia va más allá de la reforma litúrgica, como afirmó este papa en la carta apostólica Vicesimus quintus annus 14 y recordó Benedicto XVI en el L aniversario de la fundación del Pontificio Instituto Litúrgico, el 6 de mayo de 2011. Con frecuencia se ha prestado demasiada atención a las cosas puramente prácticas, con el riesgo de perder de vista aquello que está en el centro, que es el Misterio pascual. Es esencial retomar esta orientación como criterio de renovación y profundizar así en lo que el concilio únicamente había podido esbozar en Sacrosanctum Concilium 5-7. En este sentido, el cardenal Ratzinger pudo afirmar que “la mayor parte de los problemas ligados a la aplicación concreta de la reforma litúrgica tienen relación con el hecho de que no ha tenido suficientemente presente que el punto de partida es la Pascua”. Y se comprende que la finalidad de la reforma “no era tanto cambiar los textos como renovar la mentalidad, poniendo en el centro de la vida cristiana y de la pastoral, la celebración del Misterio pascual” (Benedicto XVI, discurso en el L aniversario de la fundación del Pontificio Instituto Litúrgico).
La Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, bajo cuya responsabilidad ha sido puesto todo el ámbito de la liturgia y a la que corresponde regularla y promoverla, según dispuso Juan Pablo II en la constitución apostólica Pastor bonus 62, ha recibido, por el motu proprio Quaerit semper de 30 de agosto de 2011, una orientación decisiva a su cometido: “dedíquese principalmente a dar nuevo impulso a la promoción de la liturgia en la Iglesia, según la renovación querida por el Concilio Vaticano II a partir de la constitución Sacrosanctum Concilium”.
Esta promoción de la liturgia se encuentra, a su vez, íntimamente vinculada con la fe, por lo que Benedicto XVI pudo decir, con ocasión de la preparación al Año de la fe 2012-2013, que aquella era “una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia y de modo particular en la eucaristía, que es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio” (Porta fidei 4.9).
Confiamos a la Madre de Dios el tiempo de gracia que estamos viviendo. Ella nos conducirá al Hijo, de quien podemos fiarnos. Será Él quien nos guíe, incluso en tiempos turbulentos, para que podamos redescubrir el camino de la fe y así iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. A esto contribuirá, sin duda, el presente libro de Fr. Alberto Soria, OSB, gran obra de investigación que va a prestar un servicio importante a la reconciliación litúrgica y, en consecuencia, a la nueva evangelización y a la unidad cada día mayor, real y efectiva, en el seno de la Iglesia. De nuevo mi más cordial felicitación y mi agradecimiento más amplio a su autor por esta magnífica obra, un gran servicio, por lo demás, tan propio de un hijo de san Benito.

Antonio Cañizares Llovera
Cardenal Prefecto de la Congregación para el
Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
Roma, 25 de julio de 2013

Santiago Apóstol, patrono de España