lunes, 15 de abril de 2013

A PROPÓSITO DE LA REFORMA DEL PODER JUDICIAL: LA DEMOCRACIA ESTÁ ACABANDO CON LA REPÚBLICA





Un envío de Mario Caponnetto

El Gobierno ha vuelto a sorprender a todos al concretar una iniciativa, ya anunciada tiempo atrás, de reforma del sistema judicial bajo el rótulo de “democratización de la justicia”. Apresurémonos a decir que se trata de un rótulo correcto: en efecto, de aprobarse en el Parlamento -y todo hace prever que se aprobará por un mero trámite sin debate ni consulta alguna-  el proyecto de ley oficialista, la Justicia argentina quedará sujeta, como los otros dos pretendidos “poderes” del Estado, al juego de las mayorías democráticas, esto es, bajo el dominio omnímodo de las grandes maquinarias partidarias y electorales con toda la secuela de perversión que cabe imaginar.
Para la mentalidad democrática y populista, el Poder Judicial resulta un insoportable residuo de un lejano republicanismo de cuño señorial ligado a una cierta aristocracia intelectual (recordamos que hubo, otrora, jueces que redactaban sus sentencias en verso o acudían profusamente al latín). Cuando en 1853 se implantó la República liberal algunas cosas quedaron en pie y permanecieron a modo de restos del Ancien Régime. Así, la misma Constitución de inspiración liberal mantuvo, por ejemplo, la obligación de pertenecer al culto católico para ejercer la Presidencia de la Nación y las Senadurías de las Provincias e incluyó entre las funciones del Congreso la promoción de la conversión de los indios al catolicismo. También, para mal, permanecieron algunas secuelas del viejo regalismo hispánico. Pues bien, entre esos restos sobrevivió el Poder Judicial con la inmovilidad de los jueces, el estricto cursus honorum para acceder a las magistraturas, las exigencias éticas impuestas a la conducta pública y aún privada de los magistrados, la absoluta lejanía de los silenciosos estrados judiciales (presididos siempre por la Cruz de Cristo) respecto del ruido de la plaza pública y, sobre todo, un áurea de respetabilidad, casi mítica, con la que la sociedad rodeó siempre a los encargados de administrar justicia.
Esta situación de nuestro Poder Judicial se mantuvo, con sus altibajos, a lo largo de mucho tiempo. No estamos, entiéndase bien, idealizando al Poder Judicial ni negando sus muchas y nada veniales falencias. Sólo nos interesa destacar que, en franco contraste con los otros dos poderes, logró permanecer indemne, hasta cierto punto, en medio de la sucesión de los sobresaltos democráticos y las autocracias castrenses. Pero a partir de 1983 en que esa secuencia se interrumpe y la democracia se instala sin alternancias, la Justicia sufre un rápido y sostenido deterioro: no sólo es puesta al servicio del Nuevo Derecho y su ideología de los derechos humanos, con la quiebra consecuente del orden jurídico y la destrucción del Derecho de Gentes, sino que aquella impronta republicana y aún aristocrática que la había caracterizado es sustituida por una gradual y sostenida democratización entendida en estrictos términos de abajamiento de la calidad ética y política de las magistraturas. Ahora, en la culminación de este proceso, el Gobierno kirchnerista se apresta a asestarle el golpe de muerte.

Pero más allá de la iniciativa gubernamental que comentamos y de lo que finalmente resulte de ella (si logrará imponerse o sufrirá algún freno por vía de una eventual declaración de inconstitucionalidad), el hecho en sí mismo actualiza un tema central de la Ciencia Política del que casi nadie quiere hacerse cargo. Nos referimos a la Democracia como régimen político corrupto en oposición a la República entendida como régimen político legítimo. Es que la Democracia en sí misma -y sin mengua de algunas necesarias matizaciones que ahora no podemos hacer- es el gobierno de las pasiones y de los apetitos en oposición a la República que es el gobierno de la ley.
Esta oposición, tan magistralmente desarrollada por los clásicos, resulta de hecho ajena al pensamiento político moderno; y esto por una razón muy sencilla: el pensamiento político moderno ha vaciado a la Política de su substancia ética al eliminar del horizonte de la Polis la noción de bien común sustituyéndola por la de poder. Es una cuestión ardua y compleja muy difícil de resumir en las líneas de una nota periodística. Tal como lo plantea Leo Strauss, la Modernidad ha ido estrechando gradualmente el horizonte de la Polis: de aquella eudaimonía política de Aristóteles, con su ideal de vida buena, de vida virtuosa, hemos venido a dar al Estado moderno, mero garante de la seguridad, los intereses o los caprichos del individuo. Pues bien, vaciada la Política de su substancia ética aquella distinción entre regímenes políticos legítimos y sus respectivas versiones espurias fue perdiendo sentido y vigencia hasta hoy en que no se considera otra fuente de legitimidad política por fuera de la voluntad de las mayorías.
El variopinto espectro ideológico que conforma nuestra dirigencia política, particularmente la que juega de opositora, no puede entender esta cuestión porque carece de los instrumentos conceptuales adecuados. Por eso sólo atina, y es el caso de los llamados opositores, a aferrase a una ficción, esto es, una democracia que intenta redefinirse a sí misma, y aún adjetivarse como republicana, pero sin abandonar ninguno de sus presupuestos ideológicos sobre todo aquella voluntad general (consagrada por la misma Constitución que en su Preámbulo proclama a Dios “fuente de toda razón y justicia”) convertida en fundamento único de todo bien y de todo derecho. De aquí la perplejidad de nuestros políticos y la contradicción en la que viven: se rinden ante la Democracia pero no están dispuestos a aceptar sus frutos. No terminan de entender que si la ley natural es recusada y si se niega a la razón humana la capacidad de conocer esa ley, la República se asentará sobre las arenas movedizas del relativismo y la voluntad cambiante de las mayorías. Esta fue la falla de la generación liberal del 53: levantó una República cuyos cimientos eran tan endebles y sus muros tan frágiles que, en pocas décadas, todo cedió a la marea populista. Vieja historia, se dirá. Pero es la historia que hoy vuelve porque es hoy que la Democracia se lleva los últimos restos de la República y con ellos las últimas y escasas certezas de nuestra vida, hacienda, libertad y fama.
Será, pues, el caso de volver a proclamar, aunque sea desde la soledad, que no hay salida posible mientras no seamos capaces de levantar nuestra Ciudad no en las nubes de las ideologías sino, al decir de san Pío X, sobre sus cimientos naturales y aún sobrenaturales.

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