martes, 6 de noviembre de 2012

SOBRE LA LIBERTAD EN CUOTAS



Por Hugo Esteva

Así como las palabras “gratis” y “nuevo” (free y new) son, según se sabe, las que más han vendido en el comercio norteamericano, las palabras “libertad” y “democracia” vienen también “vendiendo” como nadie entre las inteligencias políticas a partir de la Revolución Francesa, fecha de comienzo de su popularización. Lo singular es que quienes compran unas y otras de estas palabras mágicas saben que, aplicadas en el contexto en que se las aplica, son mentira. Y, sin embargo, las compran.
            Está claro, la mayor parte de los productos que se anuncian como nuevos son más o menos los mismos que ya estaban en el mercado, apenas cambiados de envase o de envoltorio. Por su parte, el empleo de la palabra gratis es sólo un modo de llamar la atención para vender cosas que se pagan tanto o más de lo que se pagaban. El asunto, se dirá, es una convención sobreentendida en el marketing y aceptada por los compradores. No del todo grave, aunque someta a ese pequeño mundo de verdades a medias que, por supuesto, no son verdad. Pero la cosa es mucho más seria cuando se trata de una forma de gobierno, como la democracia, y mucho más, de la libertad, a la que quiero referirme una vez más con cierto detalle.
            Sin ir más lejos, me consta cuánta más gente era libre a mi alrededor hace cincuenta años que ahora. No teoricemos, como les gusta a los representantes de ideologías cada vez más despobladas de fieles ingenuos. Miremos la realidad: hace medio siglo nuestra sociedad estaba proporcionalmente constituida por muchos más pequeños comerciantes, artesanos, técnicos y profesionales que trabajaban por su cuenta sin caer en la lamentable categoría actual de “cuentapropistas”. Hoy hay tantos más empleados de grandes cadenas comerciales, de centros masivos de producción, de emporios profesionales en expansión. La capacidad de decisión sobre su destino de la que gozaban aquéllos no tiene nada que ver con la vida bajo la espada de Damocles del despido que sufren los actuales. Y esto, a pesar de las vacaciones y del aguinaldo que, por su parte, ya están hoy cada día más “pre-digeridos” por la necesidad o la propaganda en el momento en que se los otorga.
Para no hablar de la serie de controles que la cibernética ha posado sobre nuestra intimidad. Tarjetas de crédito, computadoras, teléfonos celulares, cabinas de peaje y ahora hasta los pases para viajar, son trazadores capaces de contar detalles sobre nosotros que nuestros más cercanos no conocen. Ni los mejores directores espirituales han de haber estado tan bien informados.        
Pero, además y paso a paso, hemos sido acondicionados para ir perdiendo nuestra libertad de espíritu. En lo grosero, aquella propaganda de jeans que en los años setenta decía “Lee identifica”, como sugiriendo que usarlos otorgaba identidad, nos fue en efecto haciendo idénticos, unos iguales a otros en nuestra falsa diversidad. Más profundamente, medio siglo ha servido para desnaturalizar a las naciones, hasta el punto de que si a uno lo largan recién despierto en Buenos Aires, en Chicago, en Madrid o en Shanghai, tarda un buen rato, abrumado por idénticas propagandas de grandes cadenas, en adivinar en qué continente está. Ayudan todavía algunos colores de piel, algunos ojos rasgados, pero hasta eso se va diluyendo poco a poco. Con el agravante de que la pretendida integración cultural que esto podría indicar, difícilmente pasa en los grandes números de una aceptación más o menos voluntaria de usos y costumbres apenas exteriores. Que, eso sí y paradójicamente, sólo reúne alrededor del abandono de lo más profundo de cada cultura, de cada tradición, para adoptar con despreocupación sólo lo más superficial. La violencia, tan evidente en Europa y tan claramente fomentada por el indigenismo en Iberoamérica, es la resultante obvia de este choque capaz de engendros tales como el que azota al Ecuador, campeón de la charlatanería sobre etnias originarias pero país despojado de moneda propia, vuelto al dólar que fabrica la Reserva Federal norteamericana.
            La pérdida de la libertad de espíritu es directamente proporcional a la de la calidad de la educación. Como lo demuestran manifiestamente nuestros políticos y nuestra Presidente en particular, escaso conocimiento es igual a cero de libertad. Y, peor, la poca libertad se vuelve chabacanería cuando pierde los límites. Porque, claro, hay más libertad –y más belleza- dentro de los límites clásicos de una sonata de Bach que en toda la música dodecafónica. Y así en todas las eternamente reiterativas ramas del arte moderno que, con todas su aparentemente inconmensurables posibilidades, aburren en el acto bajo la sensación de que, apenas conocida una, se han visto todas las obras. La libertad es una dimensión en profundidad, y no en anchura; y no hay nada que hacerle.
Por eso no se puede tener libertad para elegir si no se tienen los conocimientos que permitan discernir entre lo que conviene y lo que debe ser descartado. Pero, justamente, la educación moderna –que fomenta cada vez menos el ejercicio de la abstracción, atributo exclusivo de la inteligencia humana que se busca opacar- tiende hacia la sobresimplificación, al juicio ligero, al pensamiento dirigido, sin discernimiento. Como la comida chatarra, sacia pero no alimenta y, en cambio, enferma. De modo que así el ciudadano, a los saltos entre trámites cada vez más numerosos y sometedores, va perdiendo independencia y se va adaptando, con la panza llena del peor consumo, a los escasos grados de decisión que le permite el sistema. Basta ver el listado de nuevas carreras “universitarias”, que de universales no tienen nada y limitan la enseñanza a un “entrenamiento” con título sobre cualquier disciplina, a la manera inventada en las del Medio Oeste norteamericano. Con lo que amputan lo que tradicionalmente se ha establecido como formación cultural universitaria, que debe tender a la búsqueda de la verdad general desde lo particular.
            Otro tanto sucede con la llamada democracia, ficción de capacidad para elegir gobernantes. Todo el mundo sabe que elige dentro de un espectro de lo más estrecho, desconociendo a los hombres y a las ideas, cada vez más inducido por las maniobras de los medios de comunicación. Y, lo peor, así como nos limitan, nos hacen responsables del resultado. De ahí que sobrevuele los espíritus argentinos una suerte de pesadumbre por haber votado, sucesivamente, a Alfonsín, a Menem, a de la Rúa, a Néstor, a Cristina… ¡Qué ejemplares, pobre sociedad abrumada! Pretendidos representantes de una sociedad a la que no representan sino en sus peores aspectos, estos son los políticos que el sistema puede y quiere dar. Un sistema que se ha reforzado a través de sucesivas reformas constitucionales que apuntan siempre a lo peor.
            Los caminos parecen cerrados. Y lo están dentro del sistema planeado y probado para amputar lo mejor de los hombres y de las naciones; donde gobierno y falsa oposición coinciden y se alternan para su mal, porque de eso viven sirviendo a sus verdaderos amos, manipuladores de los pueblos.
            Sin embargo, hay salida. Bastaría volver a la Constitución original -que no obliga a tener partidos políticos, ni permite las recontra-reelecciones- para encontrar una forma de representación inmediata y genuina que pudiera dar lugar a una verdadera república. Para eso los argentinos tendríamos que decidirnos al honesto, austero y duro ejercicio de no comprar ni vender nada nuevo ni nada gratis, nada falsamente libre ni nada falsamente democrático.
            Ni siquiera si nos lo venden en cuotas.

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