domingo, 6 de junio de 2010

HOMILIA DE CORPUS CHRISTI DE MONS. ANTONIO MARINO

Antonio Marino

“Pan de vida eterna”
Homilía en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo
Parroquia Nuestra Señora de la Merced
La Plata, 5 de junio de 2010


I. En la fuente del Misterio
Celebrar la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, es ponernos ante el misterio que sintetiza toda nuestra fe cristiana. La Eucaristía, en efecto, es el sacramento que hace presente el sacrificio redentor de Cristo en la cruz y su triunfo pascual: “Anunciamos tu muerte, Señor, y proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas”.
Cada vez que celebramos este augusto sacramento, confesamos que no sólo recibimos los frutos del amor redentor de Cristo, como en el resto de los sacramentos, sino que estamos en presencia del sacrificio mismo de nuestro Salvador, que nos llama a participar de su entrega al Padre, animados por la gracia del Espíritu Santo.
Cristo, en su misterio pascual de muerte y resurrección, constituye la máxima intervención de Dios en la historia. En Él culmina la historia de la revelación de Dios a los hombres, por medio del pueblo elegido. En Él culmina igualmente la historia de la salvación, o historia de las maravillas obradas por Dios en favor de Israel y, en definitiva, en favor de todos los hombres.
Jesucristo es la última Palabra de Dios, su Palabra plena, total, definitiva. Después que nos ha hablado en Él, ya no tiene nada nuevo para decirnos. Pero la revelación de Dios no se produce sólo con la enseñanza de las palabras de Jesús, o con un libro que las recoge. Dios se revela al mismo tiempo con hechos, con gestos, a través de los cuales son confirmadas las palabras. Las palabras, a su vez, han proclamado las obras y explicado su misterio (DV 2).
En su Hijo muerto y resucitado, Dios agota las posibilidades de expresión humana de su propio misterio y de su amor por nosotros. Agota la capacidad expresiva de nuestro lenguaje para manifestar el misterio de su vida íntima y nuestro propio misterio.
Que “Dios es amor” (1Jn 4,8) en sí mismo, que nos ama y que somos valiosos para Él, no nos lo ha revelado sólo con palabras y de manera abstracta. Nos lo ha dicho en su Hijo hecho hombre. En los misterios de su humanidad la Palabra divina se expresa en forma comprometida: “El Padre ama al Hijo –nos dice Jesús– y le muestra todo lo que hace” (Jn 5,20). Y de sí mismo dice: “Porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6,38).
En el bautismo de Jesús, el Padre declara: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección” (Mc 1,11). Y dio testimonio de Jesús mediante el don del Espíritu Santo (1,10). Este Espíritu eterno, a su vez, es por igual el Espíritu del Padre y el Espíritu del Hijo: el Espíritu que el Padre nos envía en el nombre de Jesús (Jn 14,26) y el Espíritu que el mismo Jesús nos envía desde el Padre después de su resurrección (Jn 16,4b-15).
Si por Jesucristo se nos ha revelado el misterio de la vida trinitaria, no menos se nos ha revelado nuestro propio misterio y la sublime grandeza de nuestra vocación y destino: ser hijos de Dios en el Hijo de Dios, mediante el don del Espíritu Santo infundido en nuestros corazones, que nos hace clamar: “Abbá, Padre” (Rom 8, ; Gal 4,6).
De este modo, se han abierto para el hombre las puertas de la vida eterna en Dios: “Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único, para que todos el que cree en Él no muera sino que tenga Vida eterna” (Jn 3,16). Para Dios somos muy valiosos. Si queremos medir nuestra dignidad y la de cualquier hombre, sin excepción, miremos la Cruz de Cristo.


II. La Eucaristía, sacramento del Misterio
Esta vida eterna, ya ha comenzado en el tiempo por la fe, pues Jesús dice: “Les aseguro que el que cree tiene Vida eterna” (Jn 6,47), y es alimentada sin cesar por el Pan que nos da Jesús en el sacramento de su Cuerpo (Jn 6,50-58): “El que coma de este pan vivirá eternamente y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo” (Jn 6,51).
El memorial de su pasión que Jesús nos dejó en la última cena, nos pone en presencia de aquel sublime acto de amor donde se nos ha revelado simultáneamente la medida del amor de Dios por nosotros y la medida del amor humano del Hijo hacia Dios. En efecto, “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir en Cristo” (Ef 2,4-5). Y Jesús nos dice antes de partir: “Es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre” (Jn 14,31).
Pero este acto de amor supremo y redentor nos manifiesta también la medida del amor humano de Cristo hacia nosotros: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13) y sabemos que tales nos consideró. Nos manifiesta, además, la medida del amor con que nosotros los hombres debemos amar a Dios y a nuestros hermanos: “El que dice que permanece en Él, debe proceder como Él” (1Jn 2,6). “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34).
Toda la fe cristiana queda sintetizada en el admirable sacramento del altar: la Trinidad Santísima, pues “por Cristo con Él y en Él” dirigimos a “Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria”; la Encarnación redentora, de la cual la Eucaristía es su prolongación sacramental; la Iglesia cuyo misterio de unidad se expresa en las especies sacramentales, pues como dice el Apóstol: “Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1Cor 10,17). Hacia la Eucaristía conducen y de ella toman fuerza el resto de los sacramentos. Y ella es anticipo del banquete definitivo del Reino que esperamos, pues nos hace pregustar la vida eterna y hacia ella nos conduce: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54). En la Eucaristía, como en la Encarnación, nuestro mundo alcanza su cumbre y la dignidad del hombre es proclamada.


III. La Eucaristía y la misión
De este tesoro inagotable regalado por Cristo a nosotros, la Iglesia extrae sin cesar enseñanzas de vida, fuerzas para su lucha, inspiración para su testimonio ante el mundo. El mismo Señor que nos ha enviado a anunciar el Evangelio y a bautizar: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará. El que no crea se condenará” (Mc 16,15), es también el Señor que nos dejó el mandato: “Hagan esto en conmemoración mía” (Lc 22,19; 1Cor 11,24-25).
La celebración frecuente de este misterio, nos conduce en forma privilegiada a interiorizar el sentido verdadero de las palabras de Jesús y a actualizar su equivalencia vital en las cambiantes circunstancias de nuestra vida y de la cultura donde transcurrimos como peregrinos.
En nuestra patria hemos comenzado a celebrar el bicentenario de nuestra vida como nación libre y soberana. Se trata de una necesidad de todo pueblo. Lo mismo que en la vida personal, también en la vida social es preciso rememorar nuestro pasado para entender de dónde venimos, cuál es el itinerario recorrido, qué acontecimientos marcaron nuestra identidad, qué debemos corregir o purificar, en qué situación estamos y hacia dónde debemos dirigirnos.
Nuestra patria nació cristiana y católica. Cuenta con un pasado vinculado con el anuncio del Evangelio y con la impregnación de las costumbres e instituciones por la fe en Jesucristo y el amor hacia la Madre de Dios, principalmente bajo la advocación de Nuestra Señora de Luján, declarada como patrona desde los orígenes de nuestra vida independiente.
Dolorosas circunstancias han conducido a la división creciente de los argentinos, en los últimos tiempos. Aunque este hecho no es una novedad absoluta en nuestra historia, no puede negarse que nos hallamos ante un fuerte estado de crispación social, como en distintas oportunidades lo hemos advertido los obispos.
Celebrar la fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor y acercarnos al banquete de la Eucaristía, es “signo de reconciliación y vínculo de unión fraterna” (Misal Romano). Este sacramento ha sido, es, y seguirá siendo una escuela de caridad, un reclamo de paz y una exigencia de reconciliación entre los hombres.
Lamentablemente ciertos líderes políticos se esfuerzan por mal interpretar esta noble palabra y pretenden que con ella enseñamos la impunidad ante delitos llamados de lesa humanidad. Es preciso decirles que se equivocan y que son ellos los que confunden la necesidad de que haya justicia con la sed de una implacable venganza. Una justicia parcial y unilateral, es una parodia de justicia y profundiza las heridas. Anhelamos que haya justicia, pues ésta no queda excluida por la reconciliación y el perdón, pero siempre será bueno recordar las palabras del Señor: “El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra” (Jn 8,7).
Es muy lamentable celebrar el bicentenario de nuestra patria ofreciéndole el triste espectáculo de proponer en el Congreso de la Nación el debate de leyes que además de contrarias a la ley de Dios, expresada en las leyes de la naturaleza, son también ajenas a nuestra identidad histórica y cultural, y abiertamente opuestas al bien común.
Mientras buena parte de la población padece pobreza e indigencia, y los ciudadanos expresan un verdadero clamor por la inseguridad a que están expuestos; mientras la juventud carece de educación profunda y suficiente, y es, además, víctima del poder destructor de las drogas y de las adicciones, vemos que se pretende centrar el interés de los legisladores en temas relativos al pretendido “matrimonio” entre personas del mismo sexo, y también próximamente al aborto. Nuestra patria merece mucho más y mejor que todo esto.
Cuánta incoherencia descubrimos entre estas orientaciones, que cuentan con la anuencia de representantes de los distintos poderes del Estado, como hemos visto en estos días, y el hecho de acudir a los templos más significativos para alabar a Dios con el hermoso y antiguo himno del Te Deum. Es imposible pretender alabar a Dios en representación de la patria y, con los mismos labios, defender leyes gravemente atentatorias contra la dignidad del hombre. Es imposible recitar el preámbulo de la Constitución Nacional, que invoca a Dios como “fuente de toda razón y justicia”, jurar por Dios, sobre los Santos Evangelios, y luego declarar que la unión de personas del mismo sexo equivale al matrimonio que es fundamento de la familia y por eso de la sociedad.
Deseo concluir esta reflexión citando palabras del Papa Benedicto XVI, en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis: “El culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos, y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos (…) deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana. Esto tiene además una relación objetiva con la Eucaristía (1Cor 11,27-29)” (Sacr.Car 83).
Sea ella, hoy y por siempre, nuestro alimento, nuestra alegría y nuestro consuelo.


+ ANTONIO MARINO
Obispo Auxiliar de La Plata

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