jueves, 19 de febrero de 2009

"LA ARGENTINA NECESITA DE SI", por Alberto Assef

Por Alberto Asseff *


         Persistentemente nos ilusionamos con los nuevos gobernantes y esa expectativa se desvanece. La duración de la buenaventura es incierta, pero la frustración y los bufidos sobrevinientes son inexorables. ¿Por qué no podemos sostener en el tiempo un proyecto colectivo, manteniendo la esperanza?

         Cabe remarcar un punto: nosotros adolecemos de esa ventaja comparativa de otros pueblos, esto es un firme, sólido, amor por lo nuestro. Se llame, con vocablo añejo, patriotismo o como quiera identificársela, esa virtud es decisiva. Sólo el amor puede inspirar el desapego por las apetencias desmedidas y la adscripción o entrega a una faena de bien común, apostando con optimismo a una meta de interés general. Nosotros, lamentablemente, somos heréticos en patriotismo y ortodoxos veneradores del individualismo.

         El patriota está mentalmente predispuesto a servir al prójimo y al conjunto de éstos, el pueblo todo. No quiere decir que ese servicio garantice resultados y eficacia. Lo asegurado es que existirá vocación de servir, lo cual es bastante, sobre todo en el contexto empírico de las últimas décadas patentizadas por el querer 'llegar' a las cumbres para 'hacer la propia' y no la nuestra.

         El patriota tiene, además, elevación de miras. No se autoengaña ni derrama falacias tales como 'pan para hoy, hambre para mañana'. ¿Qué es si no esto el acumular deudas con vencimientos que deberán solucionar los sucesores? ¿O repartir fondos preelectorales para vaya a saberse cómo se pagará la fiesta?. Un patriota no es autoindulgente con la tentación populista. Y se espanta ante la abismal distancia que existe acá entre lo que se dice y lo que se hace.

         Generalmente, los analistas y también los llamados políticos centran las propuestas de solución en algunas herramientas técnico-económicas, con mayor o menor subordinación a las ideologías. Empero omiten decir, por caso, que existen Ricardos Lagos, Lulas, Cardosos y dirigentes de esas peculiaridades porque se gestan, desarrollan y gobiernan a pueblos antes que nada patriotas.

         El patriotismo genera representantes honestos y bien motivados. No son las doctrinas o las ideologías. Estas ayudan, pero no resuelven la cuestión del servicio al bien común y la honradez administrativa.

         Lo de la ética desde el poder no es un asunto exclusivamente moral. Para decirlo con crudeza - no exenta de posibles refutaciones -, la honestidad es buen negocio para una nación. En un régimen honrado, el gobernante dejará el mando igual que cuando llegó, patrimonialmente hablando. El buen negocio, pues, no será para él, sino para sus representados. Sin corrupción hay solución. ¡Vaya si la hay!  En obras públicas y en compras del Estado, incluyendo provincias y municipios, con un presupuesto de 50 mil millones de pesos, sólo el 10% de 'coimas', sin contar los sobreprecios y otras colusiones, implican $ 5.000 millones que podrían encauzarse para fines plausibles como asistir a los pobres con una vasta y transparente red de asignaciones por hijo y becas estudiantiles en todo el país. Para atacar a la miseria en su matriz, la deseducación.

         Aguardar el 'milagro providencial' de que aterrice en la Casa Rosada un buen primer mandatario no le arrienda nada al mesianismo de otras épocas. Es un contrasentido que luego de un cuarto de siglo de democracia restaurada estemos practicando el fetichismo. No se puede continuar en esta fabulación.

         La coincidencia es casi unánime: la política actual es mala palabra. Se la asocia a la codicia de quienes la hacen y se la disocia de cualquier objetivo noble. Los políticos están devaluados, peor que el marco alemán de postguerra. No son útiles ni para empapelar  el interior de una tapera de Tartagal, esas que son una de las más visibles consecuencias de los  vituperables fracasos políticos.

         Han pontificado hasta el hastío sobre 'refundar la república', pero la han refundido. Y, lo más perverso, cada sucesor agudiza el cuadro antecesor. Cuando creíamos que lo peor ya había pasado y que la pesadilla había tenido fin, irrumpe otra ahondada.

         ¿Qué pasa? ¿Por qué?  Si un mal es recurrente, crónico, lo racional es cambiar la terapéutica y sobre todo la conducta del enfermo. No puede seguir haciendo lo mismo. No basta con ingerir menos azúcar y sustituirla por miel natural. Esa es una mutación de fachada, para que nada cambie en verdad. Hay que erradicar las causas.

         En nuestro país el método para encaminar la solución, desde 1958 - para poner un inicio arbitrario a este análisis  -, ha sido: ilusionarnos, participar dos  meses prestando atención a los discursos preelectorales y esperar a ver qué hace el electo. Uno o dos años después, la frustración va haciendo estragos en la base social hasta que el gobierno comienza a pedalear casi en el aire. El verdadero sufriente es el país, reiteradamente gobernado en el vacío, de parche en parche, con actos desesperados y sin planes. ¿Estratégicos? No, eso es de otra galaxia. Simplemente, planes, aunque sea a un año vista.

         En los primeros veinticinco años de este ciclo decadente existió otro 'partido', el militar, que no se encumbraba por un acto comicial con urnas, sino mediante el anhelo consensuado - generalmente en un silencio que embozaba la aprobación -, pero el proceso subsiguiente era semejante: ilusión, observación, crítica ante el malogro gubernamental y dilución del poder, para volver a empezar. Reciclando.

         Los pésimos dirigentes que padecimos – con las excepciones que siempre confirman la generalización - son denostados. Y los que no estigmatizamos hoy serán señalados con el dedo acusador o de reproche mañana. Empero, ¿cómo andamos por casa, es decir nosotros mismos?

         Seguimos desapegados a la ley, tanto que preferimos a cualquier tiranuelo antes que 'ser esclavos de las normas'. Insistimos en la falacia de creer que se puede vivir transgrediendo las reglas. Nos mantenemos todo lo lejos de que seamos capaces de la idea de meternos en la cosa cívica, que es más vasta que la política. El único civismo del que somos capaces es cuando nos tocan burdamente el bolsillo. Y no siempre reaccionamos en ese caso. Lo prueba la inflación que es el modo más perverso de ponernos la mano no sólo en el bolsillo y sin embargo no produce demasiadas protestas de la sociedad. Subsiste la fábula de que'un poco de inflación no es mala', a pesar de que deberíamos saber que entre nosotros siempre se desboca y deviene en un potro indomeñable.

         No existe ni existirá gobierno benéfico si no ejercemos el control. El más bueno de todos también necesita vigilancia. El genuino cuidado sólo lo puede desempeñar un pueblo activo y partícipe, capaz de incomodarse por lo común. En tanto  nos empecinemos en desdeñar todo lo común, como si fuera ajeno, lo colectivo seguirá disfuncionando en la Argentina. Requerimos de un pueblo pronto y presto para incomodarse. Nunca es tiempo para aburguesarse y menos en estos años que sobrellevamos.

         Nos obstinamos en suponer que a la mala política la sustituirá una buena por arte de magia, no porque nosotros nos aboquemos a construir otra. Jamás  obtendremos el cambio que quieren nuestras ensoñaciones si no nos arremangamos y nos ponemos a ser parte.

         Si las futuras elecciones son la teatralización de las diatribas y fustigaciones sin debate, será inexorable que prosigamos con la declinación nacional. 'Más de lo mismo' posee el atributo de que nos brinda un indicio ineluctable: todo será igual, con pronóstico de empeoramiento.

         En un momento crucial como este que vivimos, la Argentina necesita de sí. Se debe sobreponer y predisponer al encuentro de soluciones colectivas. No llueven, sino que se forjan. Bastaría que seamos un poco más conscientes de nuestras responsabilidades colectivas y que adquiramos una dosis de compromiso de pertenencia - que incluye recategorizar hacia arriba al concepto de ciudadanía - para que la Argentina vuelva a asombrarnos, no al modo del hechizo, sino por sus tangibles portentos. Esos de que fuimos capaces con San Martín, con la Constitución y con sólo dejar que el país trabaje a con confianza y con libertad. Cuando despegamos, en la era de la Organización Nacional y la etapa inmediata de progreso, carecíamos de muchos bienes, sobre todo en el plano de la justicia para los débiles. Pero ahora nos apagamos y además nos embargan y agobian las cada vez más desplegadas  carencias, no obstante las proclamaciones de distribución de la riqueza.

         La mutación, para decirlo en una palabra, es que botemos a la Argentina dominada por lo espurio. Sobraría para inaugurar otro camino.

*Presidente de UNIR

Unión para la Integración y el Resurgimiento

 pncunir@yahoo.com.ar

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